De tanto en tanto tenemos la suerte de que algún conocido nos invita a su casa. Seguramente en alguna de esas ocasiones hemos sentido la urgencia inconfundible que nos obliga a disculparnos y preguntar por el baño. Un inconveniente que suele presentarse aquí es que la puerta que nos señalan está a unos escasos dos metros de la mesa donde los anfitriones y demás huéspedes están compartiendo una cena notablemente silenciosa. Al encontrarnos en la privacidad del cuarto sopesamos la idea de engañar a nuestro organismo evacuando sólo el líquido, no vaya a ser que manifestaciones sonoras atraviesen la delgada barrera que constituye una puerta. Pero cuando el cuerpo manda, manda. Nos acomodamos en el asiento, decididos a mantener el volumen lo más bajo posible, sin saber exactamente cómo, pero armados de una gran fuerza de voluntad. No es necesario decir que algunas cosas están más allá de nuestro control, y llegados a este punto, no nos queda más que rogar que la delgada barrera y la escasa distancia proporcionen algún aislamiento. Otro factor que debemos tener en cuenta es el tiempo que permaneceremos ausentes de la mesa. Si somos capaces de concluir el trámite con la suficiente rapidez, podemos volver a nuestro asiento con la ilusión de que los demás invitados duden, aunque más no sea, de cual habrá sido la razón de nuestra ausencia. Nuestros objetivos están claros: silencio y velocidad. Por desgracia, ambos objetivos, dependen sólo parcialmente de nuestra voluntad, y en ocasiones forzar uno de ellos atenta contra el éxito en el otro.
Si analizamos brevemente el proceso en cuestión veremos que, al igual que la mayoría de las obras, puede dividirse en principio, nudo y desenlace. En este género el principio suele ser abrupto, y es la etapa con mayor riesgo sonoro. La segunda fase es clásicamente un lapso de espera e inactividad, en el cual las personas con inclinaciones hacia la lectura suelen hacerse de lo que tengan a mano para matar el rato, por ejemplo un tubo de dentífrico o un envase de champú. Es esta etapa la que atenta mayormente contra la premisa de la velocidad. Con el afán de acelerar el trámite puede intentarse saltear esta fase, pero usualmente esto conduce a una obra desequilibrada e inconclusa. El desenlace representa siempre una gran satisfacción y resuelve la tensión creciente a lo largo de la obra.
Hay un momento en el cual se nos ocurre verificar si hay suficiente papel. Una leve desesperación acompaña al descubrimiento de que al rollo le quedan unos pocos despojos. Vemos que ni siquiera un aprovechamiento muy juicioso del papel restante haría el trabajo. Pero hay una solución. El bidé es un genial invento con un grotesco error de diseño. Error que solemos constatar cuando sentados en el mismo, accionamos la canilla al alcance de nuestra mano derecha. El agua surge en la característica forma de ducha invertida, y a los pocos instantes el proceso de higiene personal es interrumpido con violencia, cuando la temperatura del agua asciende abruptamente. El agudo dolor no deja lugar a reflexiones y escapamos del asiento para ser testigos horrorizados de que el agua, al no estar ya contenida por nuestra humanidad, tiene total libertad para hacer lo que mejor hace. Mojar todo. Aquí tenemos que evitar el pánico y actuar con rapidez. Cerramos el grifo, protegido por una cuantiosa lluvia de agua cercana al punto del hervor. Por suerte, detrás la cortina de la ducha hay un secador. Nada podremos hacer acerca de nuestra ropa empapada, pero al menos dejaremos las instalaciones en buenas condiciones. Estamos listos para volver al comedor. Estamos mojados, pero no hay solución a este contratiempo.
Alto. En el apuro por volver casi olvidamos tirar la cadena. Con frecuencia la cadena no es completamente efectiva, dejando tras su paso una considerable porción de lo que, se suponía, debía llevarse. Esto atenta nuevamente contra nuestro apretado cronograma. No tenemos más remedio que esperar el llenado del tanque. Debe tenerse mucho cuidado en este punto de no dejarse vencer por la ansiedad, accionando la cadena antes de tiempo. Quienes han cedido a un impulso impaciente saben que de nada sirve. La espera concluye y vamos por nuestro segundo intento, acompañado quizás, por alguna referencia a las fuerzas creadoras del universo. La fortuna está finalmente de nuestro lado, y se lleva todo esta vez. Salimos con estoica decisión para encontrarnos con la mirada de los comensales. Uno de los cuales nos observa, reflexiona, y nos da el único consuelo posible en ese momento. Asiente con su cabeza, y nos dice con su mirada que nos comprende. El sabe, porque como todos nosotros, alguna vez ha estado allí.
lunes, 8 de junio de 2009
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