A falta de algo mejor, otro tema de La Zitarrosa Jazz Band, también parte de nuestro disco trunco. Letra y voz son mías; música, guitarras (incluyendo deliciosos punteos) y toda la onda, gentileza del Camper.
lunes, 22 de junio de 2009
martes, 16 de junio de 2009
De mujeres y montañas
Escrito en 1997, cuando era joven, emprendedor, ecologista, soñador, revolucionario. No. Pero es cierto que era joven.
Del mate salía vapor, y ésto lo distraía. Se cebó otro y mientras sorbía el agua lentamente, como si quisiera paladear gota por gota, se sintió contento, satisfecho. - Al menos sé cebar buenos mates, no? - se dijo sonriendo mientras buscaba en los bolsillos del abrigo el encendedor. Prendió un cigarrillo negro (para ocasiones especiales) y se recostó sobre el tronco del viejo árbol, no sin antes cebarse otro mate. - Salieron ricos en serio - volvió a admirarse.
El día estaba realmente espléndido: agradablemente fresco, unas pocas nubes como para adornar el cielo y el viento soplaba de a ratos, jugando entre los arboles y arbustos. La montaña, imponente. - Bueno, uno más y arriba. - Y efectivamente, después de ese mate se puso en pie, guardó en silencio las cosas y calzando la matera al hombro comenzó a caminar. - Qué locura tienen las mujeres, qué locura... - susurró, como inhibiéndose de que alguien lo escuchara a pesar de la evidente soledad del lugar.
Unas horas más tarde se hallaba ya en pleno ascenso. El paso era un poco más lento, y hacía un rato que lo acompañaba un halcón sobrevolándolo entre sorprendido y curioso.
- ¡Estás loca! ¡Loca como una cabra loca!
- Como vos quieras. Yo lo único que te digo es eso: vos subís hasta la cima de la montaña y yo te doy un beso.
- Ah, sí? ¿Y cómo vas a saber si en verdad subí o te estoy mintiendo?
- Los hombres, Uriel... los hombres no mienten.
Mientras caminaba, la conversación volvía a su mente una y otra vez. No podía dejar de recordar la forma en que lo había mirado al pronunciar la palabra “hombres” por segunda vez. Alzó la vista y calculó que le faltarían dos o tres horas más. - Un pucho y sigo - prometió sentándose agitado.
De pronto vio al halcón a sólo unos metros suyo.
- ¿Me querés decir qué carajo hago acá? ¿Por qué no le dije directamente que había subido y listo? Total, ¿cómo se iba a enterar?
El halcón lo observaba.
- Está bien, está bien: no me respondas. Igual que la Negra, en el mejor de los casos ladra; pero lo que es contestarme, jamás. Bichos callados ustedes los animales. - sentenció al tiempo que creía ver una mueca de sonrisa en el halcón.
Horas después el camino se hacía más difícil, la pendiente era mucho más empinada y había que elegir con gran cuidado de que piedras agarrarse. Sin embargo, de a poco se iba acercando. - Eso, eso: todo hombre que se precie debe aprender a cebar buenos mates y a hacer bien el amor. Si no, está frito. - Tosiendo, alcanzo a terminar: - Linda frase para la contratapa de un diario -, y rió una vez más. Cuando pudo recomponerse del ataque de tos, volvió a mirar hacia arriba: ya casi llegaba, era cuestión de tiempo.
Un rato más tarde, increíblemente extenuado e increíblemente feliz se encontraba fumando un cigarrillo sentado sobre una enorme roca en la cima de la montaña.
Y de repente, ocurrió. Sintió dos manos desde atrás, cubriéndole los ojos. No alcanzó ni a sorprenderse. Escuchó un pequeño paso, y aún con los ojos tapados, reconoció al instante esos labios cuando se juntaron con los suyos.
Del mate salía vapor, y ésto lo distraía. Se cebó otro y mientras sorbía el agua lentamente, como si quisiera paladear gota por gota, se sintió contento, satisfecho. - Al menos sé cebar buenos mates, no? - se dijo sonriendo mientras buscaba en los bolsillos del abrigo el encendedor. Prendió un cigarrillo negro (para ocasiones especiales) y se recostó sobre el tronco del viejo árbol, no sin antes cebarse otro mate. - Salieron ricos en serio - volvió a admirarse.
El día estaba realmente espléndido: agradablemente fresco, unas pocas nubes como para adornar el cielo y el viento soplaba de a ratos, jugando entre los arboles y arbustos. La montaña, imponente. - Bueno, uno más y arriba. - Y efectivamente, después de ese mate se puso en pie, guardó en silencio las cosas y calzando la matera al hombro comenzó a caminar. - Qué locura tienen las mujeres, qué locura... - susurró, como inhibiéndose de que alguien lo escuchara a pesar de la evidente soledad del lugar.
Unas horas más tarde se hallaba ya en pleno ascenso. El paso era un poco más lento, y hacía un rato que lo acompañaba un halcón sobrevolándolo entre sorprendido y curioso.
- ¡Estás loca! ¡Loca como una cabra loca!
- Como vos quieras. Yo lo único que te digo es eso: vos subís hasta la cima de la montaña y yo te doy un beso.
- Ah, sí? ¿Y cómo vas a saber si en verdad subí o te estoy mintiendo?
- Los hombres, Uriel... los hombres no mienten.
Mientras caminaba, la conversación volvía a su mente una y otra vez. No podía dejar de recordar la forma en que lo había mirado al pronunciar la palabra “hombres” por segunda vez. Alzó la vista y calculó que le faltarían dos o tres horas más. - Un pucho y sigo - prometió sentándose agitado.
De pronto vio al halcón a sólo unos metros suyo.
- ¿Me querés decir qué carajo hago acá? ¿Por qué no le dije directamente que había subido y listo? Total, ¿cómo se iba a enterar?
El halcón lo observaba.
- Está bien, está bien: no me respondas. Igual que la Negra, en el mejor de los casos ladra; pero lo que es contestarme, jamás. Bichos callados ustedes los animales. - sentenció al tiempo que creía ver una mueca de sonrisa en el halcón.
Horas después el camino se hacía más difícil, la pendiente era mucho más empinada y había que elegir con gran cuidado de que piedras agarrarse. Sin embargo, de a poco se iba acercando. - Eso, eso: todo hombre que se precie debe aprender a cebar buenos mates y a hacer bien el amor. Si no, está frito. - Tosiendo, alcanzo a terminar: - Linda frase para la contratapa de un diario -, y rió una vez más. Cuando pudo recomponerse del ataque de tos, volvió a mirar hacia arriba: ya casi llegaba, era cuestión de tiempo.
Un rato más tarde, increíblemente extenuado e increíblemente feliz se encontraba fumando un cigarrillo sentado sobre una enorme roca en la cima de la montaña.
Y de repente, ocurrió. Sintió dos manos desde atrás, cubriéndole los ojos. No alcanzó ni a sorprenderse. Escuchó un pequeño paso, y aún con los ojos tapados, reconoció al instante esos labios cuando se juntaron con los suyos.
lunes, 8 de junio de 2009
El baño ajeno
De tanto en tanto tenemos la suerte de que algún conocido nos invita a su casa. Seguramente en alguna de esas ocasiones hemos sentido la urgencia inconfundible que nos obliga a disculparnos y preguntar por el baño. Un inconveniente que suele presentarse aquí es que la puerta que nos señalan está a unos escasos dos metros de la mesa donde los anfitriones y demás huéspedes están compartiendo una cena notablemente silenciosa. Al encontrarnos en la privacidad del cuarto sopesamos la idea de engañar a nuestro organismo evacuando sólo el líquido, no vaya a ser que manifestaciones sonoras atraviesen la delgada barrera que constituye una puerta. Pero cuando el cuerpo manda, manda. Nos acomodamos en el asiento, decididos a mantener el volumen lo más bajo posible, sin saber exactamente cómo, pero armados de una gran fuerza de voluntad. No es necesario decir que algunas cosas están más allá de nuestro control, y llegados a este punto, no nos queda más que rogar que la delgada barrera y la escasa distancia proporcionen algún aislamiento. Otro factor que debemos tener en cuenta es el tiempo que permaneceremos ausentes de la mesa. Si somos capaces de concluir el trámite con la suficiente rapidez, podemos volver a nuestro asiento con la ilusión de que los demás invitados duden, aunque más no sea, de cual habrá sido la razón de nuestra ausencia. Nuestros objetivos están claros: silencio y velocidad. Por desgracia, ambos objetivos, dependen sólo parcialmente de nuestra voluntad, y en ocasiones forzar uno de ellos atenta contra el éxito en el otro.
Si analizamos brevemente el proceso en cuestión veremos que, al igual que la mayoría de las obras, puede dividirse en principio, nudo y desenlace. En este género el principio suele ser abrupto, y es la etapa con mayor riesgo sonoro. La segunda fase es clásicamente un lapso de espera e inactividad, en el cual las personas con inclinaciones hacia la lectura suelen hacerse de lo que tengan a mano para matar el rato, por ejemplo un tubo de dentífrico o un envase de champú. Es esta etapa la que atenta mayormente contra la premisa de la velocidad. Con el afán de acelerar el trámite puede intentarse saltear esta fase, pero usualmente esto conduce a una obra desequilibrada e inconclusa. El desenlace representa siempre una gran satisfacción y resuelve la tensión creciente a lo largo de la obra.
Hay un momento en el cual se nos ocurre verificar si hay suficiente papel. Una leve desesperación acompaña al descubrimiento de que al rollo le quedan unos pocos despojos. Vemos que ni siquiera un aprovechamiento muy juicioso del papel restante haría el trabajo. Pero hay una solución. El bidé es un genial invento con un grotesco error de diseño. Error que solemos constatar cuando sentados en el mismo, accionamos la canilla al alcance de nuestra mano derecha. El agua surge en la característica forma de ducha invertida, y a los pocos instantes el proceso de higiene personal es interrumpido con violencia, cuando la temperatura del agua asciende abruptamente. El agudo dolor no deja lugar a reflexiones y escapamos del asiento para ser testigos horrorizados de que el agua, al no estar ya contenida por nuestra humanidad, tiene total libertad para hacer lo que mejor hace. Mojar todo. Aquí tenemos que evitar el pánico y actuar con rapidez. Cerramos el grifo, protegido por una cuantiosa lluvia de agua cercana al punto del hervor. Por suerte, detrás la cortina de la ducha hay un secador. Nada podremos hacer acerca de nuestra ropa empapada, pero al menos dejaremos las instalaciones en buenas condiciones. Estamos listos para volver al comedor. Estamos mojados, pero no hay solución a este contratiempo.
Alto. En el apuro por volver casi olvidamos tirar la cadena. Con frecuencia la cadena no es completamente efectiva, dejando tras su paso una considerable porción de lo que, se suponía, debía llevarse. Esto atenta nuevamente contra nuestro apretado cronograma. No tenemos más remedio que esperar el llenado del tanque. Debe tenerse mucho cuidado en este punto de no dejarse vencer por la ansiedad, accionando la cadena antes de tiempo. Quienes han cedido a un impulso impaciente saben que de nada sirve. La espera concluye y vamos por nuestro segundo intento, acompañado quizás, por alguna referencia a las fuerzas creadoras del universo. La fortuna está finalmente de nuestro lado, y se lleva todo esta vez. Salimos con estoica decisión para encontrarnos con la mirada de los comensales. Uno de los cuales nos observa, reflexiona, y nos da el único consuelo posible en ese momento. Asiente con su cabeza, y nos dice con su mirada que nos comprende. El sabe, porque como todos nosotros, alguna vez ha estado allí.
Si analizamos brevemente el proceso en cuestión veremos que, al igual que la mayoría de las obras, puede dividirse en principio, nudo y desenlace. En este género el principio suele ser abrupto, y es la etapa con mayor riesgo sonoro. La segunda fase es clásicamente un lapso de espera e inactividad, en el cual las personas con inclinaciones hacia la lectura suelen hacerse de lo que tengan a mano para matar el rato, por ejemplo un tubo de dentífrico o un envase de champú. Es esta etapa la que atenta mayormente contra la premisa de la velocidad. Con el afán de acelerar el trámite puede intentarse saltear esta fase, pero usualmente esto conduce a una obra desequilibrada e inconclusa. El desenlace representa siempre una gran satisfacción y resuelve la tensión creciente a lo largo de la obra.
Hay un momento en el cual se nos ocurre verificar si hay suficiente papel. Una leve desesperación acompaña al descubrimiento de que al rollo le quedan unos pocos despojos. Vemos que ni siquiera un aprovechamiento muy juicioso del papel restante haría el trabajo. Pero hay una solución. El bidé es un genial invento con un grotesco error de diseño. Error que solemos constatar cuando sentados en el mismo, accionamos la canilla al alcance de nuestra mano derecha. El agua surge en la característica forma de ducha invertida, y a los pocos instantes el proceso de higiene personal es interrumpido con violencia, cuando la temperatura del agua asciende abruptamente. El agudo dolor no deja lugar a reflexiones y escapamos del asiento para ser testigos horrorizados de que el agua, al no estar ya contenida por nuestra humanidad, tiene total libertad para hacer lo que mejor hace. Mojar todo. Aquí tenemos que evitar el pánico y actuar con rapidez. Cerramos el grifo, protegido por una cuantiosa lluvia de agua cercana al punto del hervor. Por suerte, detrás la cortina de la ducha hay un secador. Nada podremos hacer acerca de nuestra ropa empapada, pero al menos dejaremos las instalaciones en buenas condiciones. Estamos listos para volver al comedor. Estamos mojados, pero no hay solución a este contratiempo.
Alto. En el apuro por volver casi olvidamos tirar la cadena. Con frecuencia la cadena no es completamente efectiva, dejando tras su paso una considerable porción de lo que, se suponía, debía llevarse. Esto atenta nuevamente contra nuestro apretado cronograma. No tenemos más remedio que esperar el llenado del tanque. Debe tenerse mucho cuidado en este punto de no dejarse vencer por la ansiedad, accionando la cadena antes de tiempo. Quienes han cedido a un impulso impaciente saben que de nada sirve. La espera concluye y vamos por nuestro segundo intento, acompañado quizás, por alguna referencia a las fuerzas creadoras del universo. La fortuna está finalmente de nuestro lado, y se lleva todo esta vez. Salimos con estoica decisión para encontrarnos con la mirada de los comensales. Uno de los cuales nos observa, reflexiona, y nos da el único consuelo posible en ese momento. Asiente con su cabeza, y nos dice con su mirada que nos comprende. El sabe, porque como todos nosotros, alguna vez ha estado allí.
domingo, 7 de junio de 2009
La Lopez Pereyra
Si la provincia de Salta ha producido algo que se compare a sus empanadas con salsita picante es la zamba titulada La Lopez Pereyra. Cada vez que la escucho en una guitarreada no deja de asombrarme el siguiente fragmento de la letra:
"Yo bien sé que no me quieres
pero eso no es un motivo"
Un ejemplo. El tipo sabe que no tiene chances, está condenado al fracaso. Pero eso no lo detiene. Eso no es un motivo. Don Artidorio Cresseri no desconoce la realidad, sino que sencillamente elige ignorarla. En honor a la sinceridad de este poeta nace el cresserismo, doctrina que podríamos resumir en una línea:
So what?
Conocemos lo ineludible, pero optamos por ignorarlo. A veces, contra todo pronóstico, la tozudez triunfa. A veces no. Lamentablemente ese fue el caso de nuestro héroe. Resulta que Don Artidorio terminó por amasijarla a la mina.
"Yo bien sé que no me quieres
pero eso no es un motivo"
Un ejemplo. El tipo sabe que no tiene chances, está condenado al fracaso. Pero eso no lo detiene. Eso no es un motivo. Don Artidorio Cresseri no desconoce la realidad, sino que sencillamente elige ignorarla. En honor a la sinceridad de este poeta nace el cresserismo, doctrina que podríamos resumir en una línea:
So what?
Conocemos lo ineludible, pero optamos por ignorarlo. A veces, contra todo pronóstico, la tozudez triunfa. A veces no. Lamentablemente ese fue el caso de nuestro héroe. Resulta que Don Artidorio terminó por amasijarla a la mina.
sábado, 6 de junio de 2009
La jauría
En esta ocasión les dejo otra canción. Originalmente tanto este tema como Condenados al fracaso iban a formar parte de un disco. Como casi siempre, no nos alcanzó la nafta y quedamos varados a mitad de camino. Un blog que está a mitad de camino. Lo que no queda claro es camino a donde.
Música, letra, voz y guitarra por Uriel. La otra guitarra por mí.
Música, letra, voz y guitarra por Uriel. La otra guitarra por mí.
jueves, 4 de junio de 2009
La termocupla
Sin dudas la tecnología ha mejorado nuestro estándar de vida y, cosa que tampoco debemos pasar por alto, nuestra seguridad. Prueba de esto es el sistema de tener apretada la perilla del horno. El precio que pagamos por nuestra seguridad es bajo, sólo unos segundos extra al prender el horno, el calefón o alguna estufa. ¿Cuántos segundos? Eso es difícil de decir, incluso para los fabricantes de estos artefactos. Mi calefón dice que durante aproximadamente un minuto. Pero un minuto de tener apretado un botón puede resultar tedioso, o difícil de estimar con precisión. Estamos impacientes por continuar con nuestras emocionantes vidas, y tomamos la decisión de soltar el botón. Obviamente el fuego se apaga. La sensación que acompaña este momento no es agradable. Nos vemos obligados a comenzar de cero. Esta vez decididos a no mezquinarle. Quien ha pasado por estos momentos sabrá que puede resultar muy doloroso para el pulgar o índice que sostiene la caprichosa perilla. Pero controlamos nuestro dolor y conquistamos nuestra ansiedad, para presionar el botón por un exagerado lapso de tiempo. Soltamos y el fuego se apaga. La sensación que acompaña este momento es de furia apenas contenida. Nuestra fe en el sistema se tambalea, pero sabemos que la alternativa a un tercer intento es terrible. Llamar a un especialista. Aquí es donde el espíritu que llevó a la humanidad a superar grandes obstáculos en su historia nos juega claramente en contra. Vamos a por el tercer intento. Esta vez con la palma de la mano, que es más resistente y menos sensible. Esta vez por un tiempo que no deje dudas. Pasado un largo rato la tentación se hace imposible de resistir. Renovamos el esfuerzo, con la decisión que heredamos de los pioneros de nuestra raza, y presionamos con mayor firmeza. Pero el momento de soltar se acerca y una absurda esperanza nos embarga. Hay un último momento de tensión. El final es abrupto, el botón regresa a su lugar. El fuego se apaga. Hemos sido derrotados. Llamamos al especialista. Concertamos una cita, a la cual el especialista no acude. La sensación que acompaña este momento es de bronca, tristeza y resignación. Una nueva cita. Esta vez el especialista llega, pero tarde. Inspecciona el calefón. En cuestión de segundos nos mira sonriendo y nos dice "Se, es la termocupla".
Condenados desde el principio
Hola amigos. No sé muy bien por qué, pero he creado un blog. A lo mejor por escaparle a la inercia probando algo nuevo, a lo mejor por alguna otra razón. Los invito a visitarme de tanto en tanto ya que planeo ir subiendo algunos textos y canciones. Me pareció apropiado acompañar esta inauguración con una canción que lleva el mismo nombre que este blog. Letra y voz por Uriel, música y guitarra por mí.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)